martes, 18 de enero de 2011

Mérida: una realidad, una ilusión




Pero la ciudad nos posee a su vez,
nos va haciendo suyos atándonos a su suelo
con ligaduras semejantes a las que atan
al suelo nativo nuestro amor y nuestros huesos
.
Alma de viajero
Manuel Díaz Rodríguez

La ciudad de Mérida, añorada por muchos por el frío de sus calles, el paisaje montañoso, un rincón paradisíaco en el país. Mérida, anhelada por los estudiantes, quienes abarrotan las residencias y las aulas de la universidad. Esa Mérida que se llena de turistas en todas las épocas de año, esa Mérida (con M mayúscula), significa para mí una ilusión recuperada. Antes de conocerla, era la referencia de una familia jamás vista, jamás oída, jamás sentida. Un hermano improbable, unos abuelos fugaces, una familia extraviada.

El primer viaje estuvo lleno de asombro por lo desconocido. Las montañas, la neblina, las cascadas, los ríos, todos estos parecían inverosímiles ante los ojos de la niña viajera que daba los primeros pasos en la exploración. Luego viene la etapa más bella de los viajes: el recuerdo. El recuerdo de lo nuevo, lo hermoso que se tuvo por momentos que fueron tan efímeros como el instante mismo. Entonces el recuerdo se funde con la esperanza de un pronto regreso. Regreso que se dio y se seguirá dando, pues ya la relación es indisoluble. Ya la ciudad tiene un poco de mi, y yo un poco de ella.

Cada viaje es una nueva experiencia de un mundo reducido, rodeado de montañas, que dan la ilusión de un mundo perdido, reencontrado sólo por el que sabe leer el alfabeto de lo que nos dicen sus voces. En mi espíritu, Mérida es el misterio de lo desconocido, es la ilusión de los no tenidos, el recuerdo de un amor que nunca fue, del abuelo recuperado y perdido, el constante hallazgo de historias disipadas, el despertar de mi alma de viajero. Además, Mérida es a alegría de saber que puedo y debo regresar; y finalmente, es el maravilloso lugar de la consagración de mi amor.
Mérida es mi pequeño paraíso.

viernes, 31 de octubre de 2008